Pienso, Luego Escribo

MIS ABUELOS. UNA HISTORIA AUTORIZADA

Por Akiles Boy *

Escudriñar en el pasado, es una labor ardua y dolorosa o placentera, según se quiera ver. Encontrar y atar en retrospectiva, pasajes apenas recordados, requiere de soberano esfuerzo, de una memoria bastante trabajada en seis décadas  de vida. De entrada, debo confesar, que fui una víctima obediente de la educación tradicional. En la escuela primaria de mi pueblo del Norte de Veracruz, el cual añoro en silencio, tuve la suerte o el infortunio de encontrarme, al llegar a cuarto grado, a la profesora Consuelo “Chelo”, una docente cincuentona y soltera, de fuerte carácter, enérgica, pero con grandes atributos para la enseñanza. Pues, esta gran mentora, puedo asegurar y acusar, que fue uno de los culpables, de que me perfilara sin escalas, como el río que desemboca en el mar, a ser uno de los más sublimes devotos de la memorización. Esa sería la clave o mi mejor estrategia para mis éxitos escolares hasta el bachillerato.

Al llegar a la universidad, con una perspectiva diferente, vinieron los cambios y la memoria fue abriendo espacio a los aprendizajes razonados y significativos. Al final, caí en la cuenta, que los dos son recursos o herramientas compatibles, que no se excluyen, al contrario, se pueden complementar y  resultan ser de gran valor y utilidad  en la carrera y en el ejercicio profesional. A mis años, estoy convencido de que la escuela de la vida, es tan importante como la del aula escolar.

Estando de acuerdo, en que ejercitar la memoria a nuestra edad es una buena idea, es que empiezo a recobrar imágenes y momentos del contacto y relación con mis abuelos. En este empeño, tengo que reconocer la determinante colaboración de Doña Adela, mi madre, que en las amenas pláticas que hemos tenido en la mesa, saboreando un rico café de esta tierra veracruzana, se ha deleitado hablando de sus vivencias de la infancia y juventud. Así es, como me entero de un poco de la vida y obra de mis abuelos. El último en fallecer fue el abuelo materno Alberto, el abuelo “Beto”, como le decíamos.

Con ninguno de los cuatro hubo gran cercanía o convivencia frecuente. Iniciaré este relato con mi abuelo Regino. Casi no hablaban de él. José, mi Padre, fiel al prototipo de los hombre de su tiempo, era poco expresivo, igual que para hablar de sus padres y su familia. Como luego dicen, hombre de pocas palabras y más de acción. En algunas oportunidades que se ponía más parlanchín, obedecía a los efectos de las cuatro o cinco cervezas que disfrutaba como niño y le servían para relajarse y olvidarse de los apuros de la vida. No fue una empresa sencilla, mantener una esposa y nueve hijos, en un periodo de este País, en que era común tener una familia numerosa, considerando un contexto social y económico, bastante distinto a los que observamos en el México del siglo XXI. Sería por mi Madre, de quien obtuve referencias, solo eso, del abuelo Regino. Lo describió como un hombre alto, de más de un metro ochenta centímetros de estatura, delgado, fuerte y muy trabajador. Tuvo un solo   encuentro con él, un vistazo solamente. Ya no tendría ella otra ocasión de verlo y conocerlo más.

No lo conocí, ya había fallecido cuando llegue a este mundo. Tampoco vi alguna fotografía de él, colgada en alguna pared de la casa, en algún portarretrato o álbum familiar. También es verdad, que no mostré interés o curiosidad por identificarlo, ni siquiera mediante una imagen. En cambio, en el disco duro de mi cabeza, si conservo archivos con la figura y vivencias con la abuela Irene, la mamá de mi Padre. ¿Cómo murió el abuelo Regino?, Doña Adela recuerda cuando mi papá le comentó, que un día, trabajando en la excavación de un pozo, cayó al fondo. Lo rescataron y atendieron, pero a partir de ese accidente, por las lesiones que sufrió, su salud se deterioró, hasta el fatal desenlace.

Explorando en las pocas evocaciones sobre la abuela Irene, recupero apenas algunos datos de su perfil. Una misteriosa señora de tez morena, de la estatura promedio de las mujeres mexicanas, que a veces pernoctaba en casa y al día siguiente al amanecer, después del café y comer una pieza de pan, enfilaba a un siguiente destino. Siempre nos dio la impresión de ser un ave de paso, que se detenía en un lugar, solamente para descansar y cargar energía para volar hacia un siguiente episodio de su viaje. No poseía la virtud de un ser mujer empática con los niños, su aspecto y seriedad fueron una barrera infranqueable para la comunicación. No recuerdo haberla visto o sentido cerca, con el ánimo de jugar o invitarnos a pasear a algún lado. Aunque no provengo de la cultura del regalo, en mi memoria no tengo registro alguno de un regalito de la Abuela paterna.

El pasaje de mayor claridad de la Abuela Irene, tiene que ver con el drama de su muerte. Ocurrió cuando cursaba el primer grado de secundaria. En el año de 1973, dato confirmado por mi madre, una tibia mañana, antes de la siete, después de alistarme y desayunar me dirigí a la escuela. Hacía el recorrido de lunes a viernes, caminando nueve cuadras, para llegar al edificio escolar. La primera clase era Historia Universal, que impartía el profesor Arturo, quien había llegado de la capital del Estado, para ser catedrático en la secundaria del pueblo.

El profe Arturo, un tipo alto y corpulento, que imponía con su presencia, no era historiador o especialista en la materia, pero le echaba ganas a la enseñanza, nos exigía atención durante sus exposiciones y leer en casa. Ese lunes, estábamos en la clase, cuando se asomó una secretaria al salón y dijo que me hablaban en la Dirección. Salí veloz a la oficina del Director  y al llegar al teléfono, tome la bocina y escuche la voz de mi mamá, me avisaba del fallecimiento de la abuela Irene en la madrugada, y que tendría que acompañarlos al velorio. Solo regrese al aula para comunicarle al profesor, tomar mis útiles y salir corriendo a la casa. Media hora después ya estábamos en el funeral de la abuela. La muerte la había sorprendido en la casa de la Tía Heliodora, la menor de sus hijas.

Mucho tiempo después y en versión de Doña Adela, me entero que mi abuela Irene, había muerto a los setenta años, de una severa deshidratación, causada por un problema gástrico que padecía y no se atendió oportunamente.

Otra historia, es la de mi abuela María Luisa, a la que no recuerdo haberla visto en persona. Solamente una fotografía que mi mama conserva hasta la fecha. Por cierto, me cuenta que esa foto, mis Tíos la reprodujeron y dieron una copia, ya enmarcada, a cada uno de los hermanos. Ese cuadro, junto con otros, decoraban una de las paredes de la sala de nuestra modesta y cálida casa.

Es admirable la devoción y amor que mi madre le tiene a la abuela “Bicha”, como le decían en la familia. Se observa la emoción cuando habla de ella. Es fácil percibir, que entre ellas surgió un fuerte vínculo de confianza, de solidaridad, de comunicación, que fue creciendo durante sus vidas, y que construyó una relación a prueba de todo, entre madre e hija. Fue ella, al fin mujer, la más cercana, a la que confiaba sus penas, sus problemas, sus decisiones y también sus aspiraciones. Procreó siete hijos, mi mamá sería la cuarta en llegar. La Abuela Bicha tenía alma de guerrera y corazón valiente, de otra forma no se explica, que ella sola se echara a cuestas la crianza de su prole, a  cinco de ellos alentó para que se prepararán y a todos les sembró la cultura del trabajo y de la honestidad. En esa tarea, poco participó el abuelo Beto, porque abandonó temprano el hogar y la abuela tuvo que rascarse con sus uñas.

Mi madre salió a los diecinueve años de su casa para iniciar su vuelo, y en libertad ir armando sobre la marcha, un proyecto de vida que aún no concluye. Dios la conserva por alguna tarea que no ha terminado. Ella nunca perdió la comunicación con la abuela, estuvo con ella hasta el final. Resulta que la abuelita Bicha, contrae el cáncer y es detectado tardíamente. Fue de esas mujeres que soportaban con estoicismo todo, las enfermedades no eran la excepción. No se quejaba, no quería dar molestias, esa marca la dejó en mi mamá. La cuestión es, que ante el evidente sufrimiento de la abuela, mis tíos toman la decisión de atenderla y curarla.

Ya fue tarde, el diagnóstico mostró que el padecimiento estaba en una fase avanzada y requería de un tratamiento urgente. Toleró varias sesiones de quimioterapia en una clínica de la ciudad de México. Mis Tíos que  habían fincado en Minatitlán, una ciudad sureña de Veracruz, habían decidido llevarse a la abuela para prodigarle el tratamiento y cuidados necesarios. Mi tío Raúl con su esposa, le acondicionaron una recámara de su casa para su comodidad. En el verano de 1968, antes de la celebración de los Juegos Olímpicos, un día del mes de agosto, le informaron a mi mamá que la abuela estaba delicada.

Por la tarde de ese día, platicó con mi papá, le dijo que ya tenía previsto su viaje a Minatitlán esa misma noche. Se comunicó con la tía Carmen, la única hermana que se quedó en el pueblo. Preparó una maleta y empacó también ropa de María Luisa, mi hermana, con apenas un año de nacida. Partieron las dos en ese largo viaje, de extremo a extremo del Estado, de Norte a Sur. Tendría el tiempo para estar unos días con ella, viéndola, acompañándola en sus últimos días. Su muerte ocurrió el 30 de agosto. Me cuenta, que durante su estancia a su lado, siempre la sintió tranquila, cariñosa, y con el consuelo de haber hecho una buena obra con sus hijos. Perder a su mamá, fue sin duda, un duro golpe para mi madre. Sin embargo, de regreso a casa tendría que retomar su vida con sus obligaciones.  

El más longevo de los cuatro, fue el abuelo Beto, murió a los 84 años de un infarto al corazón. Su historia personal debió ser intensa y extensa, pero las pocas referencias que tengo, solo alcanzan para una versión corta. Hubo otra circunstancia, mis papás, un buen período de tiempo, pusieron distancia del abuelo, de pequeño no lo entiendes ni emites preguntas sobre el tema. Sucesos del pasado los habían separado. Según mis conjeturas, por un lado, el reproche justificado de mi madre al abuelo, de haberlos abandonado a su suerte, para ir tras otras aventuras. Don Beto fue un mujeriego empedernido. Algunas veces intentamos contabilizar los hijos que engendró y nos perdíamos en la cuenta de más de veinte, tampoco atinamos con  cuántas parejas, pero quizá su número rebasa los dedos de las manos.

Un hombre alto, yo lo veía gigante, y de buena condición física, diría de buena genética. De oficio chofer, su ocupación habitual. Eventualmente visitaba la casa de la abuela María Luisa, y en ese tenor proveía escasamente al hogar. La abuela sola, como muchas mujeres de todas las épocas, se aventó el  compromiso de tener comida en la mesa para sus hijos, únicamente con la ayuda de Dios y sus hijos. En alusión a la abuela, mi mamá dice, que sus actividades para generar ingresos, iban desde hacer tortillas para vender, hasta lavar ropa ajena. Por su parte, los hijos, la mayoría salieron a la calle a ganarse unos pesos para contribuir al gasto familiar, aseando calzado, de mandaderos y  servicios domésticos, entre otros. Mis Tíos, una vez que se convirtieron en profesionistas y situados en otra posición económica y social, nunca se afligieron o sintieron vergüenza por ese pasaje de su vida.

El otro triste episodio de mi madre con el abuelo Beto, fue el enfrentamiento que tuvieron por su noviazgo con José, mi papá. El abuelo se opuso radicalmente a esa relación y eso le traería regaños y amenazas. Una explosión del abuelo, que llegó a la violencia, desencadenaron el enojo y la decisión de mi mamá para llegar a la ruptura y fuga de su casa. En una narración que no deja dudas, del coraje y determinación para afrontar retos, habló del plan de escape con mi papá, el cual mantuvo en secreto, porque algunos de sus hermanos tampoco lo aceptaban. Con el tiempo la relación con mis tíos se fue suavizando, pero con el abuelo Beto pusieron tierra de por medio mucho rato.

Años después, mientras la relación del abuelo con mi papa, se mantuvo fría y ríspida, con mi mamá hubo conciliación y de vez en cuando nos visitaba o mi mama iba a su casa, que se ubicaba como a diez o quince minutos caminando. El abuelo se había estacionado, al parecer, con su última pareja. En sus encuentros platicaban casi siempre de mis Tíos y su cotidianidad. Creo a esas alturas, se habían perdonado y se sentían aliviados y en libertad para continuar en santa paz, otros capítulos de sus vidas.

Dicen que de esta vida no sales vivo y sin pagar facturas. El abuelo Beto, el que alguna vez se sintió fuerte y poderoso, el que hizo alarde de su hombría y machismo, el que fue provocando estragos en la vida de otros y los condenó a un destino incierto, tuvo un triste final. Enfermo y alejado de buena parte de los hijos, los cuales prefirieron apartarse y rehuir a cualquier contacto. Con la edad aumentaron sus achaques y fallece en un hospital de Tampico, Tamaulipas, los médicos registraron como causa de su muerte, un paro cardiaco. El hecho sucedió en el año de 1994.

Esta historia debe sonar única y diferente. Cada uno guarda recuerdos buenos y malos con los abuelos, ninguno pasa desapercibido, todos son importantes a la hora de hacer el recuento de los aprendizajes y experiencias que nos dieron. “La vida te devolverá lo que siembras”.        

FIN

*Miembro de la Red Veracruzana de Comunicadores Independientes, A.C.

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