Jesús enséñanos a existir

Por Luis Ángel Andrade Córdova

Las inspiraciones del Espíritu Santo divinizan, cristifican la Creación del Padre. La facticidad parece imponerse en el principio del mundo y los impulsos psicofísicos de la naturaleza hacen que la primera pareja, imago Dei, pruebe el fruto de la moral, árbol del conocimiento del bien y el mal. Alejado, o en contradicción abierta con la Voluntad del Padre, el corazón de la naturaleza, que es el corazón del hombre y la mujer mundanos, permanece encorvado en sí mismo, como nos enseñó San Agustín (cor incorvatum in seipsum). Corazón alicaído en la desobediencia solipsista, princesa devoradora de mundos.

El corazón en estado caído no sabe que el principio del mundo no es El Principio, aunque parezca serlo. En El Principio —como lo descubrieron, inspirados, los Padres de la Iglesia nicena-constantinopolitana, es decir, la Iglesia Católica— estaba el Verbo, Palabra de Dios que ilumina la Creación y la eleva hacia Su Creador. De la misma naturaleza del Padre, increada, Jesús, el Hijo, engendrado por obra del Espíritu Santo en María, la Virgen obediente e inspirada, redimió la Creación, le regaló su Sagrado Corazón en Su crucifixión y el Padre lo engendró de nuevo en Su resurrección. Así, el corazón del hombre y la mujer descubrió, agradecido, que en realidad no es un estado psicofísico de la naturaleza sino un receptáculo psicoespiritual vivo del Espíritu de Dios, un fluir y ascender humano hacia el Padre, Ser Eterno, en Su Amor.

Con Jesucristo, el ser hombre y mujer descubrió que existía por el Amor del Padre, con Él y sólo en Él: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí” (Jn 14, 6). Descubrió que sólo podía existir en Su Espíritu, y la conciencia humana se elevó finalmente hacia la Luz, con sus dos alas angélicas que son la fe y la razón en Cristo (Encíclica Fides et Ratio, 0). “El Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes” (Jn 14, 17).

Más adelante, en el Evangelio joánico, Jesús nos dice: “No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes” (Jn 14, 18). Aquí aprendemos que el Hijo estará siempre ahí para enseñarnos, para acompañarnos, amorosamente y sin reservas. Siempre en tiempo futuro, en esperanza. Un futuro ungido graciosamente con la efusión del Espíritu Santo que abraza siempre el aquí y el ahora del cristiano, que lo dota de soporte psicoespiritual, por así decirlo. Podemos comprender cabalmente, siguiendo estas líneas, que Jesucristo nos enseña a existir si abrimos nuestro corazón y dejamos que Su Espíritu lo ilumine, como ha iluminado la faz del mundo, permitiéndole contemplar el rostro del Padre. Las tinieblas de la soledad, de la ansiedad y el estrés, se disipan, los halos de luz divina penetran en la materia, en la facticidad,
haciéndole ver que ella ha sido creada esencialmente para ser un soporte del Amor del Padre. Ese es su único principio y fin: la unidad de la forma divina, trinitaria, en la multiplicidad de los contenidos de la
experiencia fáctica.

El ser hombre y mujer no es Dios, es finito y ha sido creado por Él. Nuestra finitud es un hecho del mundo. Nuestra única misión es reflejar en la carne el Amor del Padre y especular mentalmente (del latín speculum mentis, espejo del alma), en nuestra razón natural, la Razón sobrenatural del Padre, Ser Eterno. La experiencia adquiere forma, unidad, vida, cuando se sabe ungida, soportada por el Espíritu, nos enseña Santa Teresa Benedicta de la Cruz, la conversa judía Edith Stein. Son estas unidades vitales de experiencia las que tienen que discernirse y aplicarse en el acompañamiento pastoral, pidiendo siempre a Dios, en nombre de su Hijo bienaventurado, nos enseñe a existir a nosotros, sus
siervos, y nos enseñe a enseñar a existir al acompañado en crisis.

Nosotros, finitos, sólo damos una mano de nuestro ser cuando la otra está tomada de la mano del Señor. O tomamos de ambas manos el ser finito y el Ser Eterno, en analogia entis (Edith Stein, Erich Przywara), o nos soltamos completamente y nos disolvemos, muriendo en el mundo.

Nosotros, agentes de pastoral, le pedimos siempre a Dios que nos dé vida para poder tener las manos abiertas al Amor, comunión interpersonal eterna por la que todo fue hecho.

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